por Jorge Herrera Moreno
Hablar de derechos humanos en la actualidad requiere de un esfuerzo de
conciencia y memoria objetiva bien delimitados porque vivir en el inicio del
siglo XXI significa con frecuencia olvidar cuestiones importantes que parecen
tan obvias que ya nadie las recuerda: nunca
en la historia de la humanidad, y mucho menos en el plano individual, el ser
humano había experimentado un reconocimiento tan amplio de sus derechos en el
entorno social donde cohabita con muchos otros de su misma especie, esa
misma amplitud en el reconocimiento de nuestra esfera individual y colectiva de
derechos humanos nos abruma y nos confunde constantemente, tanto así que hemos
sido presas de la inminente trampa
ideológica autoimpuesta de que las condiciones presentes dadas han sido así por
mucho tiempo, prácticamente desde el inicio de la historia misma de la
humanidad, hemos llegado a pensar que
los derechos humanos nacieron en el mismo momento en que nació el primer
individuo de nuestra especie.
Como casi todo en la vida de la persona, los derechos humanos son
producto de la más ágil inventiva del ser individual coexistiendo en la
complicadísima pero indispensable situación colectiva que busca respuestas
necesarias a problemas determinados, al respecto Rodolfo Vázquez expresa: “No existe invento de la humanidad más
revolucionario, ni arma conceptual más poderosa contra las diversas formas de
fundamentalismo, opresión y violencia, que los derechos humanos. Nunca como en
estos albores del siglo XXI se ha llegado a reconocer y proteger jurídicamente,
y de forma tan integral, los derechos humanos. Al mismo tiempo, nunca se ha
sido tan brutalmente sofisticado en sus diversas formas de violación. No debe
extrañarnos. Nuestra capacidad de indignación es proporcional a nuestro grado
de conciencia sobre los bienes y valores que buscan salvaguardar los derechos
humanos, y el siglo anterior y lo que llevamos de éste, han sido pródigos en
ejemplos de tales violaciones como para sacudir las conciencias más distraídas”.
El caso de la libertad de
expresión en concreto no escapa del universo en que se contienen y desarrollan
todos los derechos humanos, incluso no logra escapar de
los retos que éstos enfrentan y las dificultades fácticas que retrasan su
materialización a través de efectos tangibles en la vida ciudadana en un Estado
democrático constitucional, tal es el caso de México que (según cifras que contemplan diversas variables) se encuentra en el lugar 143 de los 180
países rankeados respecto a la
libertad de expresión, en específico a través del ejercicio a la libre prensa,
este penoso lugar posiciona al país como uno de los peores lugares en el
planeta para ejercer el derecho a la libre expresión, pues la violencia ejercida en contra de agentes informativos e incluso de la
propia ciudadanía a la hora de hacer uso de este derecho para exigir o
poner de manifiesto su inconformidad sobre algún tema de interés público
constantemente es coartado por manifestaciones de distintos tipos de violencia
por agentes como el propio crimen organizado pero, aún peor, a través del ejercicio del poder público del Estado y las respectivas
fuerzas de seguridad pública que intervienen directamente, lo cual se traduce
en un claro panorama de represión estatal en su máxima expresión.
Atendiendo a la realidad fáctica brevemente expuesta
en el párrafo que antecede y de manera casi antagónica o paralela a dicha
realidad nos encontramos con el marco legal
que consagra el derecho a la libre expresión: desde el panorama
internacional a través de diversos instrumentos internacionales ratificados por
el propio Estado mexicano, pasando por la Constitución Federal, los
ordenamientos jurídicos secundarios vigentes y hasta las interpretaciones
judiciales de la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación relativos al
derecho en comento nos delimitan un posicionamiento estatal muy claro respecto
a la libertad de expresión: es un derecho que impone límites claros y
contundentes al propio Estado mexicano en sus distintas esferas de gobierno:
ejecutivo, legislativo y judicial, de tal manera que no se puede tolerar el
intervencionismo estatal en el ejercicio de este derecho, salvo las excepciones
que estipula el propio numeral sexto constitucional apegado a la normativa
internacional y entendido así incluso, desde las interpretaciones judiciales
que avalan los límites ciudadanos al ejercicio del derecho a la libertad de
expresión, pero esos límites nunca
justificarán actos de represión que atenten no solo contra el derecho en
mención, si no a su vez los efectos de esta represión estatal produzcan
vulneraciones graves a la integridad de los ciudadanos manifestantes e incluso
atenten contra su propia vida.