Así,
el rey y la reina, en su Era del Jazz, entre
marcos dorados, Charleston,
inacabables cigarrillos y cascadas de whiskey, sonreían y convencían a su
público de la ausencia de cualquier trago amargo. Uno no era sin el otro, no
hay Scott sin Zelda, atados por las incontenibles ganas del protagonismo y la
mutua esperanza.
El
distinguido caballero, Scott, siempre ilustrando sus obras con trajes hechos a
la medida, largas cortinas adornando mansiones y noches de juerga, se llegó a
sentir como un intruso entre aquellos que llevaban la vida tal y como él la
escribía, pero nunca se sintió intimidado, se abotonó el saco y despegó, por
momentos, con su sensible talento, entre el seno de la sociedad de la ambición
y el éxito, escribió su destino.
Esto
no lo hace un héroe, sino solo un hombre que anheló, que vivió primaveras e
inviernos escribiendo, utilizando su vida como material de ficción y vendiendo
su corazón a su única pasión.
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