Se siente pasar el viento del
miedo, que acaricia sin pudor al silencio de la noche, mientras las carretas
andan en esas húmedas y robustas calles, posiblemente, muchos beben, los nobles
licores echados al mundo para despertar las confesiones y desmayar al pudor
mientras un viajero iba camino al olvido de su alegría; ese hombre, ignorando
el verdadero destino, sin husmear a consciencia, se da cuenta que se encuentra
bajo techos infinitos que guardan milenios, que guardan, fielmente, la inmortalidad
hacia un ser, el Conde.
Claramente, su relación no parece
nada ordinaria, pues el lenguaje, cada palabra pronunciada por el Conde,
pareciera que apaga de un golpe las velas y de paso, convierten la vida en
pesadilla. Todo eso ahuyenta su corazón, no solo de su cuerpo, sino de su
amada. Encontrando ecos de desafortunada reconciliación en cada rincón y una
caída sin rencor.
El Conde, alcanzando un ente,
fuera del paganismo y de lo prohibido, asombra a gitanos y católicos, a
desdichados y felices mortales , seduce a las almas que solo pasan por puras, y
que, bajo ningún látigo tortura a ningún alma, pero esposa al amor, seducen al
infinito, sus efímeros placeres; él ha confesado sus pecados, no espera
réplica, pues ningún escapulario lo contiene, pero el bosque de la moral va más
allá, pues inmortaliza la raíz y también clava y esposa la eternidad con el
verdadero amor.
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