Solemos
ir gastando los días y las noches a sorbos, a veces atentos a las horas y en otras a las personas que se
esfuman al pestañeo, pero siempre comenzando, sin detenerse, con el canto de
alguna lejana ave o el sucio sonido del tráfico y terminado con la aparente discusión
de los grillos o el funesto silencio; así siempre, un montón de gastados
minutos.
Sin
aviso previo, llega un día en que el cálculo de las horas ya no parece
importar, en que le piquete del mosquito es un recordatorio de existencia, el llanto
de pequeño parece un dulce llamado a la convivencia, las sonrisas y las
lágrimas en las mejillas ajenas ya no parecen tan ordinarias y todo se
convierte en un consuelo.
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