Por Jesus Emmanuel
Vargas Manriquez
En la vieja España, coronada
por el añejo sol, varios eran testigos del nacimiento de un varón, que por
primera vez abre su corazón, abre sus ojos y encanto a su madre y al mundo.
Hallábase ahí, el hijo de un ordinario matrimonio, confiado de encontrar la llave
que pudiera enmudecer los celos, pues sabía que ninguna de las gracias o
desgracias que pudiera padecer, debían caer en los verdugos oídos de los
curiosos.
Logrado eso, pisando las finas
tierras y navegando en las indomables aguas, se entregó a las frescas caricias
de la gloria, el vino y el amor. Nunca tratando de ir más allá de lo que sus
pensamientos pudieran construir ni ir más cerca de lo que sus manos pudieran
consentir.
Era consciente de que siempre
encontraban la primavera en sus ojos, de que sus encantos borraban lágrimas y
que su presencia arrebataba suspiros, y que, naturalmente, todo eso no lo
excluía de las amargas envidias y de las bocas hipócritas, sin embargo, siempre
lucho, sin causar injustas heridas profundas, con honrosas y elegantes
sonrisas.
Con todo esto, este fiel soñador, decidió no ahogarse en la fanfarronería ni en las falsas creencias, sino que abrió la ventana y se entregó al destello que producían los modestos y suaves labios, a los asaltantes deseos, desnudó, delicadamente, tímidas almas, y así se hizo, día a día, Don Juan, el que nació en Sevilla y habitó en la eterna pasión.
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