Por Francisco Roberto Ramírez-Ramírez
La retórica del discurso de Enemigo en México
En la información pública que sobre el concepto de delincuencia organizada y especialmente de narcotráfico en México se ha difundido, se ha visto una tendencia a caracterizar a esas personas no como personas normales que cometen delitos, sino como terribles monstruos sin escrúpulos que van por la vida causando el mal en su derredor; sobre ello consideramos que su mediatización pretende tener un efecto psicosocial de convencimiento sobre la necesidad de esa especial caracterización y luego la especial respuesta penal y procesal penal.
Se trata, de este modo, de una “demonización” discursiva como retórica de convencimiento social, en búsqueda, precisamente, de esa justificación. La demonización es la técnica retórica e ideológica de presentar a entidades políticas, étnicas, culturales o religiosas como radicalmente malas y nocivas, como forma de justificar un trato político, militar, o social diferenciado, generalmente adverso; y en cambio, esa demonización del otro transforma al demonizador en alguien tan indiscutible como Dios.[1] De este modo el Estado, mediante el uso de esta retórica, se convierte en el redentor del mal que aqueja a nuestra sociedad. En efecto, es dable que ese discurso cobre alguna efectividad a través de su mediatización, en un país en el que la cultura judeocristiana ha tenido gran influencia como una de las formas de introyección social.
Sobre esa mediatización Antonio Beristain y Elías Neuman sostienen:
En algunos países el poder no tiene reparos en utilizar los medios de comunicación para exagerar la peligrosidad del supuesto enemigo, el más o menos real problema de las drogas. Así, consigue tres resultados palpables: 1) restablecer la solidaridad social que está debilitándose; 2) apartar la atención pública de los problemas reales, acuciantes; y volver hacia los problemas «montados» por la propaganda; 3) crear una actitud agradecida y admirativa respecto de las personas e instituciones que combaten contra los supuestos adversarios del bien común.[2]
Si recordamos, en México, alrededor del año 2006, el Estado decidió emprender la llamada “guerra contra el narcotráfico”, con lo que también se emprendió una campaña mediática con la que se hizo proliferar los devastadores y violentos resultados de esa guerra. El combate frontal tuvo, en efecto, indicadores alarmantes sobre enfrentamientos y muertes, de tal suerte que se convirtió en el principal de los problemas en la percepción social; luego, la reforma de 2008 al sistema de justicia penal no habría de tener inconveniente en el trato especial, que propició una persecución selectiva contra las personas relacionadas con casos de delincuencia organizada, porque en nuestra realidad parecía además de obvio, necesario.
Sin embargo, desde la objetiva visión y el análisis
crítico necesitamos revisar la legitimidad y conveniencia de esta realidad en
el marco de nuestro Estado constitucional de Derecho; que no obstante no es
nueva ni escasa. Esta fundamentación se hizo presente en el Derecho penal de
los totalitarismos europeos posteriores a la Primera Guerra Mundial, y en las
dictaduras latinoamericanas a partir de los años setenta del siglo pasado, lo
que resulta novedoso es su uso dentro del marco de un Estado constitucional de
Derecho que legitima la inocuización de un determinado grupo.[3]
A manera de conclusión: La rentabilidad política del concepto enemigo
Como podemos ver, está claro que el poder punitivo ya no se concentra en el acto mismo del sujeto “robar, matar, estafar”, sino en una característica emergente asignada arbitrariamente al individuo desde el complejo proceso del etiquetamiento “ladrón, homicida, estafador”, esto es, desde el juicio subjetivo del individualizador, que no es otro que aquel que ocasionalmente detenta la autoridad, quien a la postre manifiesta hacerlo en pos de la comunidad ante una invocada situación de emergencia excepcional.[4]
Pero ¿por qué y para qué lo hace el Estado? Pues bien, en nuestros países iberoamericanos los efectos nocivos de la perspectiva bélica del poder punitivo se han agudizado por las recetas neoliberales que condujeron a la retirada o ausencia del Estado, quien ha dejado de cumplir sus funciones básica a favor de sus ciudadanos y quien como otro producto sujeto a la publicidad y a las reglas del marketing crea la ilusión de que sus representantes están empeñados en una cruzada contra la delincuencia organizada, fundamentalmente violenta, a través del fácil, demagógico y barato recurso de un Derecho penal simbólico, o de un punitivismo exacerbado, expresiones ambas de una política criminal de dudosa eficacia.[5]
El legislador parece haber descubierto el poder no sólo real sino también simbólico de la legislación penal ante el electorado, que se desarrolla ahora como un medio útil justificado por el fin de prevención ante graves peligros y personas particularmente peligrosas desapareciendo en ocasiones las garantías jurídico-penales vinculadas a los Derechos fundamentales de la persona.[6] A decir de Isabel Sánchez García de Paz, se trata de un Derecho penal excepcional, una legislación penal de guerra en tiempos de paz, con una categoría de individuos considerados como peligrosos.[7]
Al respecto, Luigi Ferrajoli sostiene:
El uso demagógico, declamatorio y coyuntural del Derecho penal, dirigido a reflejar y, sobre todo, a alimentar el miedo como rápida fuente de consenso; trámites políticos y medidas contrarias a conceptos liberales, no sólo indiferentes a las causas estructurales de los fenómenos criminales e ineficaces para su prevención, sino también promotoras de un sistema penal desigual y muy lesivo para los Derechos fundamentales.[8]
Respecto de ese uso del Derecho penal desigual, la tolerancia cero y en general el populismo penal, Ferrajoli se pregunta si acaso sirven efectivamente para disuadir al tipo de delincuencia al que se dirige; al respecto sostiene que no es así, enfatizándolo al precisar que bien podríamos decir que no sirven absolutamente para nada.[9]
[1] Lascano, Carlos Julio, “La ‘demonización’ del enemigo y la
crítica al Derecho penal del enemigo basada en su caracterización como Derecho
penal de autor”, en Derecho penal del
enemigo. El discurso penal de la exclusión, T. 2, Manuel Cancio Meliá
(coord.), Buenos Aires, B de F / Edisofer, 2006, p. 230.
[2] Beristain, Antonio y Neuman, Elías, Criminología y dignidad humana. Diálogos, Buenos Aires, Editorial
Universidad, 2004, p. 136.
[3]
Lascano, Carlos Julio, “La ‘demonización’ del enemigo…”, ob. cit., pp. 231-232. En el mismo sentido, Francisco Muñoz Conde
sostiene que así se hizo presente en los regímenes de Hitler, Mussolini, Stalin
o Franco, y en las dictaduras de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil,
asimismo advierte el carácter novedoso en la aparición de este concepto en los
Estados Democráticos de Derecho, en De
nuevo sobre el “Derecho penal del enemigo…”, en Derecho penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, T. 2,
Manuel Cancio Meliá (coord.), Buenos Aires, B de F / Edisofer, 2006, p. 340.
[4]
Torres, Sergio Gabriel, “Características y consecuencias del Derecho penal de
emergencia”, en La emergencia del miedo,
Eugenio Raúl Zaffaroni, et al.,
Buenos Aires, Ediar, 2013, p. 117.
[6]
Sánchez García de Paz, Isabel, “Alternativas al Derecho penal del enemigo desde
el Derecho penal del ciudadano”, en Derecho
penal del enemigo. El discurso penal de la exclusión, T. 2, Manuel Cancio
Meliá (coord.), Buenos Aires, B de F / Edisofer, 2006, p. 846.
[7] Ibid., p. 846.
[8]
Ferrajoli, Luigi, “El populismo penal en la sociedad del miedo”, en La emergencia del miedo, Eugenio Raúl
Zaffaroni, et al., Andrea Catoira y
Alessia Barbieri (trad.), Buenos Aires, Ediar, 2013, p. 57.
[9] Ibid., p. 70.
[10] Kant,
Immanuel, Lecciones de ética, Barcelona,
Crítica, 2001, p. 276.
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